lunes, 25 de mayo de 2015

Recordando al escritor: Michael Ende (1929-1995)

Texto: Michael Ende 

Érase una vez, hace mucho, muchotiempo, un niño que jugaba cada día con la muerte, pues aún no tenía a nadie más con quien jugar. Y la muerte era cariñosa con él y no le hacía nada malo, sino que muchas veces le traía de los mundos superiores donde vivía los más lindos regalos. El niño tampoco le tenía miedo a la muerte, pues todavía no había abierto sus ojos terrenales. Y no le hacía falta, pues él sabía ver por dentro, con el corazón, y allí, su amiga tenía un aspecto maravilloso, radiante de luz.  
Pero en la pared de la casa donde vivía el niño había un espejo, y éste sentía envidia de tal amistad. Quería que el niño sólo tuviese ojos para él, pues al fin y al cabo para eso estaba él allí. ¿Qué es un espejo al que nadie mira?.
Un día, la muerte le trajo al niño una fulgurante corona. El niño se puso muy contento y cuando se marchó la muerte, se paseaba por la estancia con la corona en la cabeza. Y he aquí que el espejo gritó:
¡Los ojos, niño, deprisa abrirás!
¡Lo que trajo la muerte has de mirar!

Pero el niño no hizo lo que quería el espejo, pues la muerte le había advertido que no le prestara atención.
En otra ocasión, la muerte le regaló un hermoso cetro real, de plata. Cuando estuvo solo, el niño jugaba con él y era feliz. Y otra vez exclamó el espejo:
 ¡Los ojos, niño, deprisa abrirás!
Pues yo te estoy mostrando la verdad.

Pero el niño, no hizo como le aconsejaba el espejo.
Una vez más, algún tiempo después, la muerte le trajo un regalo al niño: un precioso par de zapatos rojos que podía llevar siempre y que nunca se desgastarían. El niño bailó con ellos en la habitación, y el espejp exclamó:
¡Del oscuro poder te has de guardar
pues si no la muerte te aniquilará!

El niño entonces empezó a tener un poco de miedo y pensó: una mirada no puede hacer daño. Y abrió los ojos y se miró al espejo. Y el espejo le mostró su verdad: que la resplandeciente corona estaba hecha de cardos y espinas secas, y que el cetro de plata no era otra cosa que un descolorido huesecillo y los zapatos rojos dos malos pucheros de barro.
Y cuando el niño se vió a sí mismo en el espejo, descubrió, tras su rosadas mejillas, una putrefacta calavera que le miraba con una espantosa sonrisa. Y de pura tristeza y horror, al niño se le paró el corazón.
Desde entonces, la muerte se mueve entre los hijos de los hombres y les va cerrando los ojos para que aprendan de nuevo a mirar por dentro.
Y en cuanto a los espejos, hay que taparlos cuando ella llega.
Éste es el cuento de las dos visiones.